sábado, 30 de noviembre de 2013

Justine. Lawrence Durrell.



Quizás uno de los homenajes más bellos a la obra de Kavafis. Una ciudad escondida en una novela, Alejandría, pero la Alejandría mítica donde todas las formas del amor y el deseo (las lícitas y las prohibidas) establecen las relaciones políticas y sociales de sus ciudadanos. También una ciudad decadente entregada al placer que en realidad solo es un estado mental, la ciudad que construyeron Kavafis, Pierre de Louis o EM Forster, la ciudad del deseo y también de la tragedia y de la frustración, de la entrega, de la posesión y de la libertad.

Primera parte del Cuarteto de Alejandría, Justine es una de las cumbres de la novela contemporánea precisamente por sus errores, sus excesos y su exagerado sentimentalismo. También por contar una historia no verosímil en cuanto a los hechos narrados, a la situación, pero dolorosamente real en cuanto a la percepción mental de lo que se narra: los colores y las emociones que se ponen sobre la mesa.

También es una obra maestra en el aspecto formal: imposible recuperar el pasado (o intentarlo sin deformarlo) en el orden cronológico en el que sucedieron los hechos, sino en el orden en el que se imponen. El orden en el que esos acontecimientos, esas imágenes y escenas enquistadas se convierten en revelaciones. Imágenes que dependen unas de otras y cuyos significados son diferentes según la perspectiva en la que se abarquen. No el relativismo como  fin y parálisis, sino como herramienta de indagación en el pasado para asumir el presente, para convertir la experiencia en una enseñanza, cuando todo se ha perdido, si de algo vale eso.



Esta mujer de asombrosa belleza, Eve Cohen, fue la modelo para Justine. 

Es solo una novela, literatura. Y además Durrell quiere dejarlo claro. Y si Cervantes decía que la épica (la novela) debía contar hechos que no han sucedido nunca pero que podrían suceder y que a la vez asombraran al lector, Durrell hace lo mismo y construye una novela convencional, con su tejido de personajes, con clímax y desarrollo, pero al mismo tiempo propone una ruptura (¿qué hacemos con el amor?) y continúa la mejor tradición de escritores que consideran el arte no como un entretenimiento, sino como una herramienta de indagación.



Tenía un párrafo señalado para transcribirlo, pero prefiero compartir el poema de Kavafis sobre el que se construye la novela:


Los dioses abandonan a Antonio

Cuando de pronto, a medianoche, oigas
pasar el tropel invisible, las voces cristalinas,
la música embriagadora de sus coros,
sabrás que la Fortuna te abandona, que la Esperanza
cae, que toda una vida de deseos
se deshace en humo. ¡Ah, no sufras
por algo que ya excede el desengaño!
Como un hombre desde hace tiempo preparado,
saluda con valor a Alejandría que se marcha.
Y no te engañes, no digas
que era un sueño, que tus oídos te confunden,
quedan las súplicas y las lamentaciones para los cobardes,
deja volar las vanas esperanzas,
y como un hombre desde hace tiempo preparado,
deliberadamente, con un orgullo y una resignación
dignos de ti y de la ciudad,
asómate a la ventana abierta
para beber, más allá del desengaño,
la última embriaguez de ese tropel divino,
y saluda, saluda a Alejandría que se marcha.





Bueno. Y decir también que esta novela está traducida por Aurora Bernández, con quien tuvo el placer Córtazar de estar casado, y quién estuvo a su lado en sus últimos días. No viene al caso, pero quizás sea una de esas casualidades que le gustaban al escritor argentino: hace unos diez años, la primera vez que leí este libro, lo simultaneaba con una biografía sobre Cortázar, Eureka de Poe y Justine, claro. Sin saberlo, Eureka estaba traducido por Julio y Justine por Aurora. Bonitas casualidades.











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