miércoles, 16 de abril de 2014

La muerte en Venecia. Thomas Man



De mi primera lectura de esta novela solamente recordaba una definición de la belleza: el conjunto de rasgos cotidianos, comunes, con rasgos insólitos que no habíamos visto antes. De hecho, si pensamos en las cosas y las personas que nos han parecido bellas, seguramente la mayoría se adapten a esta definición.

Pero no hay que olvidar que Thomas Mann plantea una idea de la belleza absolutamente materialista, como la contemplación de algo de lo que quieres formar parte o en su defecto, poseerlo. Una idea de la belleza que enfrenta al sujeto contra el objeto, oponiéndolos; que los divide y, por lo tanto, los aleja, y cuanto más intenso es el deseo de unión o posesión, más grande es la brecha que los separa y más imposible estrecharse las manos. Una idea de la belleza como una enfermedad. Una belleza decadente. 

Y que mejor escenario que la ciudad del idealismo romántico, de los cristales de murano y los espejos, de las apariencias y las máscaras lujosas y al mismo tiempo, una ciudad pantanosa, enfangada, donde la fiebre se extiende como una epidemia. Una ciudad donde el protagonista de esta novela descubre la belleza y la muerte. Pero, ¿qué nos quería decir Thomas Mann con esta historia en la que un hombre a punto de entrar en la vejez se obsesiona con un niño de una belleza extraordinaria, hasta el punto de destruirse a sí mismo mental y físicamente?

Ya hemos dicho que esta idea material de la belleza es destructiva y no puede llegar nunca... a un buen fin... pero lo cierto es que estamos condenados por ella misma y difícilmente podremos librarnos. Solamente Rimbaud ("senté a la belleza en mis rodilla, la encontré amarga y la injurié"). Pero volviendo a la novela... ¿Es Von Aschenbach un héroe de la sensibilidad o un lamentable y enfermizo decadente?

Quizás haga falta revisar a Platón, porque puede que Thomas Mann ni alabe ni castigue la actitud de su protagonista, sino que con cierta tristeza y complacencia analiza algo que seguirá ocurriendo muchas veces a lo largo de la historia.

Porque la belleza, Fedón -escribió el filósofo griego- nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que este es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestra ansias han de ser nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? 

La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? 

Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quisiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan solo a la belleza; es decir, a la sencillez a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizá al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, solo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y solo cuando ya hayas dejado de verme, vete tú también. 

Este es el fragmento que Von Aschenbach recuerda poco antes de morir en un paseo por la playa y seguramente también lo recordó Thomas Mann en otro paseo por la misma playa antes de escribir el libro, que al fin y al cabo es como otra muerte.







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