domingo, 8 de febrero de 2015

Un hombre acabado. Giovanni Papini


Todo resultó inútil, sin embargo. Me he acercado a vosotros, hombres, pero no os quiero. No puedo quereros. Me asqueáis, me repugnáis. Y como no os quise, no os conocí; y al no conoceros no pude salvaros. Permanecí solitario en medio de vosotros, y me dejasteis solo. Mis palabras os dejan mudos, y mis promesas no os mueven a la acción. Habéis hecho bien.  

Giovanni Papini

Decía Henry Miller de Giovanni Papini que como filósofo no valía nada, pero que como perdedor fue el mejor que ha habido: alguien que fracasó en cada uno de los aspectos de su vida en los que se propuso triunfar, no porque su obra o sus experiencias no tuviesen valor, sino por su nivel de exigencia y sus pretensiones desmesuradas.

Intelectual extremo (en el sentido de quien acumula conocimientos) Papini a los treinta años había leído y analizado todos los textos de la cultura universal (casi todos, claro) y a sus treinta años su autobiografía era la biografía de un viejo que sabe que ya no le queda futuro. Se había dado cuenta de que toda su cultura no tenía ningún valor y que nadie de los que le rodeaban estaba a la altura de su admiración: a los treinta años era un hombre temido por su sinceridad, solitario, que cuando alcanzó el éxito y la notoriedad radicalizó su sentimiento de misantropía.

Para haceros una idea, a lo largo de su vida, en diferentes etapas, Papini defendió todas las filosofías y postulados existenciales posibles: fue ateo y creyente intermitentemente, era capaz de ponerse en el lugar de todos (de los amantes y de los asesinos) pero nunca supo decir qué pensaba realmente, según porque estaba vacío como "los hombres huecos" de Conrad.

Famoso por su original obra Gog, que para él era su escrito más importante, Un hombre acabado (autobiografía o testamento) no es que sea un buen texto literario, pero es un documento humano de importancia extrema: a nadie le gusta Papini, porque después de haberlo defendido todo, defendió posturas que ninguno toleríamos y trató de desenmascarar la gran mentira de los egos.

Sirva como ejemplo de su fracaso:

hablando de literatura con una amiga italiana que me recomendó a Italo Suevo a Elsa Morante a Carduci y a algunos más que no recuerdo ahora, le dije que me interesaba Giovanni Papini, ella puso una expresión de desagrado y me dijo: ese no, era fascista. De hecho,  también fue comunista y anarquista (sobre todo) y democrata, con la misma intensidad. Que hoy en día se le desestime como fascita en la posteridad, creo yo que para Papini sería un absoluto fracaso: lo que decía Henry Miller: como filósofo no valía nada, pero como perdedor, fue el mejor de todos: un símbolo, un icono alguien a quien imitar.

Pongo un capitulo entero porque es demasiado bueno:



LA FUGA DE LA REALIDAD

¡Muchas memorias, sobradas nostalgias! Este color y calor del pasado, estos hechos y pasajes externos ¿qué cuenta? Son poesía, literatura, vanidad. Lo que importa aquí es la historia de un alma, la historia de mi alma, y no la de un palacio o de un periódico. No debería caer en semejantes debilidades y si no me avergüenzo hasta el punto de borrar las huellas es porque son también síntomas y pruebas de un fondo patético y sentimiental que no consigo ahogar ni en los accesos más dialécticos. ¿Es posible que yo no pueda ver la idea sin el cuerpo y sin la sombra y que no pueda comprender un sistema sino bajo la forma de vida y de experiencia sensible, pasional, cotidiana? Las cortezas, las cáscaras, los vestidos, las máscaras, son —lo sé perfectamente yo también—, nada más que cortezas, cáscaras, vestidos, máscaras. No son nada más, nada substancial, de íntimo. Las cortezas caen, los vestidos se gastan, las máscaras se destiñen y lo que queda es el concepto, el esqueleto interior e indestructible de la verdad. Lo que lo reviste es inesencial, variable, transitorio. Las manifestaciones, embajadas espirituales — las palabras, las palabras habladas, las palabras escritas; las cuartillas con las palabras impresas, los papeles ilustrados, las hojas que salen de cuando en cuando, las páginas que se reúnen en un volumen y hacen el opúsculo, el libro, la obra— no son más que tentativas, rodeos, espirales, murmullos: lenguas que se forman, que empiezan, que pocos entienden, que nadie quiere aprender. Cualquiera de nosotros que verdaderamente tenga una vida suya —y entiendo vida propia, personal, interior, sensitiva, intelectual, metafísica— es un Adán que debe dar nombre nuevamente a todas las cosas y construirse su vocabulario y fundar un lenguaje. Las palabras de los padres, en su boca, tienen otro sabor, otro tono y sonido, otro significado. Os hablará de luz y su mente tendrá ante sí las tinieblas, y cada vez que pronuncia una palabra simple, simplísima, común, insignificante, —la palabra hombre, por ejemplo— tendrá en su pensamiento su hombre, que no es, en verdad, creedlo, ni el hombre de la esquina, ni el hombre que está en la ventana, ni el hombre de Platón, ni el hombre de Dios, sino ¡su hombre y ningún otro: su ideal, su tipo, su sueño, mito y modelo de hombre!

Y cada cual debe volver a comprender su yo cuando éste ha pasado y está entre los muertos para siempre, con los otros muertos, con todos los yo que matamos diariamente con el veneno lento del olvido; y cuando queremos volver a hablar de él, que ya no existe, debemos rehacernos de su diccionario, de su gramática, de su sintaxis mental, y de nada sirve buscar entre los despojos que fueron en otros días sus trajes de gala y repetir los epígrafes que él dictó entonces para fijar (es decir, inmovilizar: matar) sus intuiciones y sus escurridizas conquistas sobre el eterno fugitivo. El cuerpo, la materia, no bastan: buscamos el espíritu, lo profundo. Y si no es posible la pintura —nos contentamos con la geometría. Yo no quiero hacer el solista sentimental de mí mismo. ¿Queréis la anatomía? He aquí la anatomía: despellejad, cortad, descarnad. Este es mi cuerpo, esta es mi carne— pero el soplo que la animaba, la idea que la 59 informaba ¿dónde están? ¿Entre esta polvareda de recuerdos, entre este revoltijo, del fondo de los cajones, entre estas cartas que tienen ya la pátina de casi diez años? No busquéis: no están aquí. Yo solamente puedo decir cuál era el nudo central de mi pensamiento en aquella borrasca de escrituras, de ofensas de defensas y de clamoroso apostolado. El sturm und drang ha pasado (historia, anécdota), pero la vena de aquel tumulto y de aquella tempestad está en el yo que queda, en el yo perpetuo, absoluto, que ha contado con la eternidad y debe participar de la eternidad.

Este nudo central de mi pensamiento de aquel tiempo era la fuga de la realidad —la no aceptación, la repulsa de la realidad. El pesimismo radical no era ya el punto último y único de mi concepción del mundo, y no pensaba poner bajo los ojos espantados de los hombres la proposición de un voluntario envenenamiento universal. Pero el dolor cósmico, atrasándose en mí como teoría, se había convertido en un estado de ánimo estable, se había quedado como un sedimento indestructible en la sangre y en el alma. Ya no lo formulaba, pero él había infundido todo concepto mío. "No nace pensamiento en mí que no lleve la muerte esculpida" escribía Miguel Ángel, y en mí no nacía idea sobre las cosas que no tuviese el amargo sabor del desprecio. Dicen que es propia de los jóvenes la serenidad esperanzada. No es verdad, no no es verdad al menos en todos. Porque el joven, antes de acercarse a la vida para poseerla, tiene ya dentro esperanzas, si no tiene el alma irreparablemente porcina, y supone tan magníficas e intensas, certidumbres de sublimidad próxima y de poder divino, que la realidad tal como es, la vida corriente, no pueden menos de ser para él un continuo castigar de desmentidos. Esperaba el paraíso y se encuentra en las más fétidas hoyas del infierno: creía encontrar a sus hermanos con las manos extendidas y encuentra una cadena de bestias que rugen, que riñen y se acometen; se imaginaba que la vida se le ofrecería como piedra limpia y mármol de buena grana para esculpir su imagen con el duro escalpelo de la voluntad, y en cambio tiene entre las manos una masa de barro y de mierda que no se deja moldear y modelada no se tiene en pie.

Demasiado idealismo, dicen los sabihondos que ya han tomado olor al estercolero. Ya se sabe: muchos jóvenes mueren de este "demasiado" y no de aquel poco de plomo que les atraviesa el pecho. Pero en verdad os digo que no hay señal más segura de un ánimo pequeño, que el estar contento de todo. La serenidad puede llegar solamente después de la juventud, cuando se ha dado la vuelta alrededor y dentro de las cosas, y nos conforta de la nada infinita la gustación del instante que no volverá.

Yo sentía, pues, fuertemente, en aquel tiempo, el disgusto por lo real. No aprobaba, no aceptaba el universo tal como era. Mi actitud era despectiva y fiera. Y tendía a negar lo real, a despreciar las reglas de la vida real, a rehacer por mi cuenta, a mi modo, una realidad distinta y más perfecta.

¿Qué era, en efecto, aquel espíritu de furibunda anarquía y de descansada irrespetuosidad hacia los hombres y los dogmas, sino reacciones contra lo pretérito, contra lo fijo, lo glorioso, lo disciplinado y regular? ¿En qué consistía mi pasión por lo absurdo sino en la náusea de lo banal, de lo ordinario, del buen sentido común? ¿Y el desprecio por las reglas éticas, la buena educación, los fetiches populares, los métodos prudentes y las virtudes burguesas, en que se60 basaba sino en el cansancio del hecho inmutable y maldito, y de todos los miramientos y de todos los lazos y de todas las creencias?

Yo combatía el positivismo porque los positivistas pretendían ser los notarios imparciales de la realidad; —me inflamaba por el idealismo y lo llevaba hasta el último extremo porque aquel incluirlo todo en el espíritu, y aquel poner en duda hasta la existencia del cuerpo olía a extravagancia y a paradoja. Por odio al presente me encerraba con unos cuantos muertos de genio; por odio a lo existente me abandonaba al sueño; por odio a los hombres buscaba la soledad de las campiñas y la silenciosa amistad de las plantas. Mi palabra preferida en aquella época era ésta: Liberación. Liberación de esto y de aquello, de ahora y del después, de lo de acá y de lo de allá: liberación del todo.

Yo quería desvestirme y desvestir; volver a la perfecta desnudez, a la formidable libertad del ateo radical y universal. Y cuando me parecía estar desnudo y que los dolores y los pensamientos de la tierra no eran ya míos, quise fabricarme mi mundo. De dos maneras: con la potencia del espíritu y con la evocación de lo fantástico —con la voluntad y con la poesía.

El famoso pragmatista no me interesaba ya en cuanto a regla de investigación, cautela de procedimiento y refinamiento de métodos. Yo miraba más allá. En mí surgía entonces el sueño taumatúrgico; la necesidad, el deseo de purificar y reforzar el espíritu para hacerlo capaz de obrar sobre las cosas sin instrumentos ni intermediarios y llegar así al milagro y a la omnipotencia. A través de la "voluntad de creer" propendía a la "voluntad de hacer" —a la posibilidad de hacer. ¡Si la voluntad pudiese extender su círculo del mando del cuerpo propio a las cosas que lo rodean— y hacer de suerte que todo el universo fuese su cuerpo, obediente en todas sus partes a una orden suya, como ahora le obedecen estos pocos haces de músculos! Fingía partir de un precepto de lógica (pragmatismo) pero lo más secreto de mi alma estaba sedienta y envidiosa de la divinidad.

Un instinto semejante me condujo hacia el arte. Yo no podía sufrir la literatura: todo lo que hay de falso, de elegante, de fingido, de acomodado y decorativo en esta palabra, me repugnaba. Aun amando entrañablemente a algunos poetas muertos, tenía invencible antipatía por la gente que reúne poesías, novelas y romances, para ajena diversión y propia utilidad.

La filosofía me parecía mucho más noble y elevada. Pero la misma filosofía me recondujo al arte. Para poder expresar más apasionada y eficazmente ciertos puntos de mis pensamientos me dio por hacer uso inmoderado de las imágenes; intenté la forma del mito; del mito extraje leyendas; empecé a inventar coloquios y visiones y poco a poco introduje como interlocutores tipos creados por la poesía y por la tradición, los cuales empezaron a vivir por cuenta propia, a hablar con otro lenguaje, a mezclarse en otras aventuras. Del desahogo liricizante enderecé sin casi darme cuenta hacia el cuento literario, y la idea, que había sido el fin y el todo, convirtióse en una de las materias primas sometidas a la fantasía. El rumiar afanoso de mi pensamiento, la amargura de mis desencantos, el ímpetu de mi apostolado, se encontraron mejor y más fuertemente expresados en ciertas ambiguas creaciones poéticas. Y así nació en torno mío, sin querer, todo un mundo fantástico, opuesto al mundo real, donde podía retirarme a llorar y rememorar, donde era rey, y señor sin leyes. En ese tiempo conocí al pálido Demonio de nuestros días; escuché las confesiones del gentilhombre enfermo y de la Reina de Thuek, y acogí los gemidos del dolorido Hamlet y las confidencias de Juan Buttadeo y de Juan Tenorio. Procedían de la sombra, de lo irreal y con todo, me parecían más vivos que los vivos que pasaban a mi lado, y sólo con ellos me era dado entender y ser entendido, amar y ser amado; era aquel un mundo turbio y cerrado, donde la sombra empujaba a la luz y lo trágico salía de lo ordinario; un mundo habitado por jóvenes pálidos y sin ilusiones, por hombres poseídos y martirizados por ideas fijas y nuevos terrores; un mundo en que los actos eran raros, pero tumultuosos los pensamientos; y donde no se distinguían los confines de lo verosímil y de lo imaginario: era mi mundo, oscuro, oscuro y terrible, sí, pero que por lo menos no era este mundo, el mundo de todos.

Y así, mientras esperaba doblegar y rehacer la realidad con los prodigios de la voluntad sublimada, iba creando el refugio de una realidad provisora poblada por los dóciles espectros de los sueños. La poesía es la escala para llegar a la divinidad y el trabajo del arte es ya principio de creación. Poeta y profeta por hoy —¡y Dios, quizás, mañana!



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